martes, 13 de julio de 2010

Era un campesino que llevaba tanto tiempo buscando la perfecta semilla para sembrar que empezó a cansarse. En un inicio, la lista de detalles que debían ser tomados en cuenta sólo para crear el jardín que la resguardaría parecía ser eterna. El terreno debía formar parte de una planicie, de preferencia en la cima de alguna montaña. La tierra debía ser constantemente humedecida por fuentes naturales y limpias, por cierto, muy cercanas, de agua. La cerca que protegía el lugar debía estar formada por enredaderas de flores vivas y llenas de colores. A la hora de pensar en la semilla, el campesino fue mucho más exigente; éstas debían dar frutos que fueran dulces, lo suficiente para satisfacer y más que sustituir el sabor del chocolate, puesto que nuestro campesino amaba este fantástico derivado del cacao, sin embargo su cuerpo no lo toleraba y le resultaba casi letal. Por otro lado, debía ser un poco ácido, dado que cualquier alimento demasiado dulce le ocasionaba daño estomacal. Debía ser agradable a la vista, ya que de otra manera no se tomaría la molestia de si quiera segarlo. No debía contener semillas demasiado duras, ya que pensaba masticarlas a medida que comía. El sabor de las semillas no debía ser agrio o amargo, ya que le quitaría todo sentido a la delicia de la fruta.

Ustedes pensarán, ¿por qué no sembrar más de un fruto y mezclarlo al comer? ¿Si encuentra el fruto perfecto pero con semillas, por qué no simplemente retirarlas? El campesino estaba convencido de que en algún lugar existía un fruto con estas características; es por ello que siendo él la única persona consciente por completo de lo maravilloso y lo real de la existencia de esta extraordinaria semilla y su fruto, era natural que ambos se toparan. (Toda semilla tiene para algún campesino un valor excepcional. No necesariamente para el vecino de nuestro caprichoso campesino el fruto perfecto era el mismo, quizás era otro muy distinto. Sin embargo, cualquier objeto que exista con tanta gloria necesariamente tiene un observador, un analista, un amante, que sea capaz de asimilar, disfrutar y explotar al máximo este mismo valor.)

El campesino emprendió su búsqueda, a lo largo de toda su región. Conoció a miles de mercaderes, gitanos, hombres semejantes a él en busca de su personalizado fruto perdido. Es preciso mencionar la inocencia y falta de experiencia del campesino al emprender su búsqueda. Toda su vida se desarrolló en una burbuja, siempre tuvo lo que necesitaba y hasta uno que otro placer. Nunca se vio obligado a salir de aquél cómodo lugar, hasta que entendió que existía algo más, algo perfecto, hecho como complemento de su existencia, en algún lugar ajeno a su entorno. La idea un día lo golpeó bajo un árbol, con una naranja. Entendió que buscaba una semilla de un distintivo fruto, todo vino a su cabeza como una inexplicable inspiración.

En medio de tanta búsqueda, el campesino fue engañado más de una vez. Primero le ofrecieron una pera, que tenía como característica su olor. Era una pera con olor a sandía. Ya que la observó bien, tras casi probarla, entendió que en verdad no le gustaba tanto cómo se veía, así que la hizo a un lado y siguió con su camino. Posteriormente le ofrecieron la manzana más hermosa, brillante, de un tono rojizo y naranja fuera de lo común. Tras haber creído encontrar lo que tanto buscaba, la probó y resultó ser hueca. No había nada dentro de ella, ni siquiera gusanos. Al paso del tiempo, la lista de requisitos del buen campesino se veía más y más imposible de ser cumplida. Encontraba peras dulces, pero nada ácidas. Encontraba ciruelas deliciosas, pero nada hermosas. Encontraba mandarinas correctas, pero llenas de semillas. Después de un tiempo, se hartó de no encontrar algo parecido a lo que buscaba. Sus parámetros decrecían a medida que el tiempo de su búsqueda aumentaba. Tras años de búsqueda, encontró a un durazno de mercado. El durazno más simple y común que ustedes puedan imaginar. Al probarlo, no fue nada excepcional. Su semilla era tan grande y dura como la de todos los duraznos de la región. Este durazno ni si quiera se vio prometedor, como lo hizo un día la pera o la misma manzana hueca. Era común y corriente. Casi podría afirmarse que iba en contra de todos los requisitos que habían nacido en el corazón y la mente del campesino.

Debido al cansancio y la tristeza que habían en el corazón de nuestro protagonista por haber sido tantas veces engañado y haberse engañado a sí mismo otras tantas, decidió que éste durazno de mercado sería su fruto perfecto. En su vano esfuerzo, transformó la dura semilla en pequeños trozos de corteza. Tomó su sabor regular, con caña lo endulzó y con limón le dio el toque ácido que a en su fantasía este fruto requería. Reinventó la cáscara, cubriéndola con tonos pasteles y brillantes. Por un buen rato se convenció a sí mismo de que en verdad éste era el fruto perfecto. Quizás él debía adecuarlo para ser perfecto; quizás no existía el sabor correcto, la apariencia atractiva o la semilla adecuada, quizás todo requería de su trabajo antes de ser concebido como perfecto. Se casó con esta idea y fue al terreno que había encontrado (terreno que era prácticamente como lo quería) a sembrar los pedazos de semilla del inventado fruto, tras haber engañado a su paladar y “disfrutar” de su falso sabor.

Tristemente, pasado el tiempo de cosecha, no nació nada. Los trozos de semilla de durazno permanecieron como tales. Fue ahí cuando el campesino entendió lo estúpido que había sido. No puedes hacer de un durazno común el fruto perfecto sólo por falta de perseverancia. Se lamentó mucho, pues ya había hecho planes con los retoños del fruto “trasnformer” (jajajaja). Después de un tiempo comenzó de nuevo su búsqueda, esta vez con más paciencia, más precaución y un nuevo y sorprendente amor.
Pasaron años antes de que el buen campesino encontrara lo que tanto buscaba. Sin embargo, tras su amarga y triste experiencia anterior, jamás cedió ante alguna de sus peticiones originales. No se conformó con nada que no fuera prácticamente idéntico a su idea. Tras haberlo encontrado, dejó todo por él…hasta el mismo terreno que había encontrado para sembrarlo. Inmerso en un río de felicidad lo mordió y murió, con la mayor sonrisa reportada en la historia de cuentos fantásticos como este.

No es posible que los sueños nazcan sólo para fundar lejanas fantasías e imposibles realidades dentro de mi cabeza. Mis sueños se hacen realidad. Tus sueños son un hecho. Dios no hace nada sin un propósito eterno.